20.11.06

La hija del tabernero (1ra parte)

La primera vez que apareció fue en una de esas noches donde uno realmente desea que el mundo detenga su giro del mismo modo en que una tortuga infartada deja de caminar. Las estrellas brillaban con inusual fulgor, tal vez debido a que cuando uno vuelve de la ciudad y su lúgubre brillo artificioso, todo lo natural adquiere un sabor más puro. El cielo por el contrario era de un azul tan profundo que podía sentirse la hondura eterna del espacio, la luna jugaba a ser faro de las pocas nubes que surcaban alrededor de los picos pétreos, lejos en el sur del mundo. Enero corría veloz pero el ambiente general dentro de la taberna como afuera de la misma, era de un agradable frescor, como si alguien hubiese torcido el cauce del río para que este circulara entre las mesas. Estoy casi seguro que el universo entero conspiró esa noche para realzar la belleza natural de una reina que por decisión propia servia cerveza de barril en las mesas donde nos sentábamos a discutir algún asunto de relevancia solo como excusa para hacer buenos chistes, fumar pipa, tragar como manada de lobos la picadita y bajar la misma con cerveza; un buen grupo de enanos como observaría Tolkien.

Así pues la discusión fue violentamente interrumpida cuando un par de maxilares dejaron de cumplir su función primaria y quedaron en un estado que advertía claramente que las capacidades volutivas se volvían a un asunto de poderosa primeridad. Es que por detrás del mostrador y bajo el rictus rígido e imperecedero del padre bigotón, la obra maestra de Dios, tal cual debía haber sido en el sexto día, se aproximo a nuestra mesa. De esta forma tan natural como mística, conocimos a una mujer bonita.

Creo conveniente explayarme en el concepto de bonita. En primer lugar el término tiene una cualidad lingüística que denota una inocencia ausente en términos tales como “hermosa”, “rica”, “bombón” u otros de menor calaña y más agresivos en su concepción. Además existen muchas cosas que adquieren relevancia a través de este término como las columnas que sostienen un Partenón, es decir sin las cuales “bonita” pierde toda su relevancia.

La primer columna es obviamente la más fácil de observar y consiste en la gracia física. En ese momento basto una sola mirada para exclamar loas eternamente. Se que no hay un modelo a seguir y para cada hombre varia pero hay un patrón que a pesar de eludir con facilidad a la razón, se deja atrapar con facilidad por los sentidos, sobre todo la vista. Más que un modelo, es la correcta composición lo que vuelve a una mujer bella a los ojos de un hombre y es por esto que causan una especie de sutil rechazo las mujeres que no se conforman nunca con sus cuerpos y que buscan modificaciones que seduzcan a diestra y siniestra, como si fueran alguna salvaje ametralladora de placer visual. Es en este punto donde quiero recalcar que cualquier mujer que vive para seducir a través de su físico no puede pretender algo que se transforma casi en su antonomasia: el respeto. Esa cualidad que engendra admiración y un sincero y saludable amor eterno, lo que hace que un hombre sea capaz de dar gustoso su vida. En cambio la dadora de placer solo podrá engendrar sentimientos pasajeros y deseos oscuros de dominación, de la misma forma que nada se puede construir en una ciénaga.

Estoy seguro que la felicidad se transluce a través del cuerpo, sobre todo en un rostro que ríe con frescura, una nariz que se pliega en su raíz, unos pómulos redondos y rojos como manzanas, unos ojos infinitos; en fin, la naturaleza demostrando una perfección con la que no podemos ni podremos rivalizar.

Ante una mujer bonita, solo nos queda apoyar la cabeza en la palma de una mano y el codo de ese brazo en la mesa, y en esa posición de evidente embobamiento, disfrutar de un espectáculo para el cual fuimos hechos: la gracia femenina.