8.12.06

La hija del tabernero (3ra parte y final)

Esa noche solo un búho añejo que reposaba dentro del húmedo roble fue testigo. Tuve yo, común mortal, el sagrado honor de conocer a una reina. De donde salio, nadie lo supo jamás. Acaso una princesa de algún reino elfico oculto de la soberbia del hombre, tal vez una melodiosa sirena del insondable océano, o bien pudo haber sido alguna diosa pagana de antaño, perdida en un mundo bañado en sangre divina; nadie lo supo. Cuando uno ha ingerido demasiada cerveza, cualquier cadena de pensamientos puede convertirse en bruma. Sin embargo logre comprender, aun después de tres picheles llenos, que las dos cualidades (la gracia física y la bondad del corazón, tal vez las más importantes que pueden apreciarse en una mujer a la que uno no conoce) podían unirse en un solo concepto, el cual no obstante superaba ampliamente a estos dos en significado, del mismo modo que un hogar es mas que casa y algo con que entretener muelas y estomago.

Así pues, una palabra casi extinta en el vocabulario moderno (por oscuros y malvados designios, que a nadie le quepan dudas) comenzó a golpear mi sien con la misma insistencia de un discurso que tiene por finalidad encender a los corazones patrios.
Feminidad. Tan sencillo como eso. Ese día comprendí cabalmente a que se referían las ancianas cuando comentaban en grupo que la juventud estaba descarriada, que las chicas de mi tiempo no eran como antes, que eran poco femeninas. Enfrente mió estaba una verdadera mujer, aquella para quien el adjetivo se volvía sustantivo, la encarnadota del sueño de todo hombre de bien. Así que la final de todo era algo tan sencillo. El búho seguía escrudiñando el patio en busca de ratones de campo, el mundo continuaba girando y el sol nacería de vuelta luego de alumbrar pálidamente los infiernos, las nubes aparcarían sus navíos entre las cumbres. Continué mirando toda la noche ya que cayó sobre mí la sensación de una profunda melancolía, el saber que el tiempo no se frenaría a mi mando, que ella seguiría su oculta estrella por un camino que no nos es dado ollar.

Destinado a buscar, me invito a salir el suave y rítmico ulular del ave ojuda. Afuera todo era paz, esa que nadie sabe encontrar y que consiste en abandonarse, la humildad del que sabe que todos los caminos conducen a Roma, mientras que uno se esfuerce por llegar a la ciudad de Pedro y Pablo.

Muchas veces cuando expiramos hondo se destapa algo dentro de uno, algo que espera pacientemente a que el alma este predispuesta a buscar sinceros significados, como la vieja canción del soldado que iba a la guerra y pasó su última noche de paz cantando en el sitial de la taberna “…Corazones partidos yo no los quiero, y si doy el mió, lo doy entero...”. A la mayoría de los que escucharon esa suave tonada, solo les quedó esa frase.